Unas vacaciones inolvidables en El Mamón
- Edgar Romero
- 21 ene 2016
- 4 Min. de lectura

Las mejores vacaciones que he tenido en mi vida fueron en 2002, cuando tenía 17 años. No tuve que viajar mucho para ello.
Estaba en mi pueblo, Aracua, en la sierra de Falcón, al occidente de Venezuela. Eran las primeras vacaciones después de cursar mi primer semestre de universidad.
Andaba con mi primo Moisés. La verdad un poco aburridos, en el pueblo no hay mucho que hacer en agosto, está más desolado que de costumbre.
Mi tía Emery se da cuenta del aburrimiento. Le comenté que ella nos había dicho de un lugar donde trabajó tiempo atrás como maestra, un pueblo de la costa de Falcón, llamado El Mamón, que tiene playa cerca.
(En la foto, Aracua es el punto de partida, no aparece su nombre).
La carta
Mi tía no nos podía llevar y tampoco había manera de comunicarse con la gente de allá. Le propuse que nos hiciera una carta, dirigida a los señores donde ella se hospedaba y nosotros viajaríamos con ese documento.
Hicimos nuestras maletas y emprendimos viaje. Llegamos a Coro y de ahí agarramos uno de los carros que iba a Valencia, unas dos horas más adelante nos bajamos en Guamacho y agarramos un jeep. Le dijimos que nos dejara en la casa de la señora Yoyita.
Así fue, el jeep salió de inmediato de la carretera de asfalto y transitó largo rato por un camino de tierra. En unos cuantos minutos llegamos a la casa indicada.
Nos bajamos, un poco temerosos, aunque yo suelo perder la pena cuando ando con otras personas y más si de eso depende nuestra estadía y comida. Tocamos la puerta, pero había que ir por la parte de atrás, salió una señora, que ante nuestra interrogante nos respondió que si era Yoyita, le entregamos la carta, pero de inmediato entendimos que debíamos leérsela.
La carta no recuerdo exactamente lo que decía, pero era algo así: Señora Yoyita, un gusto saludarle después de tanto tiempo. Ellos son mis sobrinos Edgar y Moisés, querían ir a conocer El Mamón para pasar unos días. Le agradezco los reciban en su casa.
La alegría de la señora al saber que íbamos de parte de Emery fue notoria enseguida. Mi tía fue maestra en el sector, pero la querían como a una alcaldesa. Nos abrazó (rapidito) y nos hizo entrar a la casa, donde también conocimos al señor Francisco, su esposo.
Por cosas de adolescentes, recuerdo que además cargaba conmigo una tarántula, era mi mascota entonces. Decidí, ahí, dejarla en libertad.
Sopa de mortadela
Después de hablar un rato con ellos, les consultamos cómo llegar a la playa. Nos indicaron el camino y salimos.
Estaba más lejos de lo que pensábamos, pero aun así podíamos ir caminando (además porque no pasaban muchos carros por la zona). Tras la larga caminata, llegamos a un poblado que creo que se llama Sabanas Altas, desde donde se accedía a la playa. Es uno de esos pueblos donde al pasar sientes que todo el mundo se asoma a la ventana para ver quien transita.
Nos encontramos con una playa hermosa, desolada, con muchos puntos para sumergirse. Disfrutamos al máximo cada ola.
Regresamos, yo decidí no ponerme la franela (camisa, remera), me la colgué en uno de mis hombros y tapaba parte de uno de mis brazos. Para mi desagrado, aunque fue motivo de risa, me había bronceado un poco (bastante) y esa extensión de mi cuerpo que estuvo tapada permanecía blanca.
Al llegar de regreso a la casa de la señora Yoyita, nos esperaba con una sopa. Nuestra sorpresa fue que el caldo, además de las verduras u hortalizas de costumbre, tenía unos trocitos rojizos que nos parecían extraños en este tipo de comida. Pensamos que sería desagradable, pero al probar resultó que era mortadela, ¿mortadela en una sopa?, pues sí y fue una rica combinación de sabores.
La insolación y la cisterna
Al otro día volvimos a esa playa. Nuevamente la disfrutamos mucho, hasta el cansancio. Regresamos a la hora del almuerzo porque ya nuestro estómago lo pedía. Para nuestro pesar, no hubo más sopa de mortadela.
La tarde la pasamos con el señor Francisco, fuimos a su potrero. Luego a casa de uno de sus hijos, donde conocimos a tres de sus nietos, uno de ellos con características especiales, pero el más conversador de todos. Después visitamos a otro de sus familiares.
El tercer día, decidimos ir a otra playa de la cual nos habían hablado. Aunque nos advirtieron que era posible que no nos pudiéramos bañar. Nos fuimos en un camión que por casualidad pasó, nos montamos en la parte de atrás, en uno de los pocos lugares que no había grasa (aun así nos ensuciamos).
Efectivamente, al llegar allá nos dimos cuenta que la playa se veía peligrosa, así que decidimos no sumergirnos.
Durante una hora, aproximadamente, caminamos y recogimos una bolsa de caracoles y piedras. El regreso nos tocó hacerlo caminando, con ese peso extra encima. Ahí, bajó el inclemente sol, nos dimos cuenta de lo insolado que estábamos. No soportábamos el ardor hasta en las pantorrillas. Yo rojo y mi primo negro.
Aun así, quemados, en la tarde nos antojamos de ir a conocer otro poblado llamado Píritu, al cual se llega vía camino de tierra o saliendo a la carretera nacional. Un camión cisterna pasó y nos montamos en la parte de atrás, previo consentimiento del chofer, agarrados de las escaleras emprendimos viaje.
Lamentablemente, el chofer decidió irse por la carretera nacional y para evitar ser multado nos tuvimos que bajar. No llegamos a nuestro destino. Regresamos al Mamón.
Pasamos nuestra última noche en ese lugar, junto a la señora Yoyita y el señor Francisco. Nos costó dormir porque no había parte del cuerpo que no ardiera por las duras quemadas del sol.
Al otro día regresamos.
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