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Pretender ser vendedor y morir en el intento

  • Edgar Romero
  • 11 ene 2016
  • 2 Min. de lectura

Ser inmigrante no es nada fácil. Y permanecer en un lugar sin trabajar mucho menos.

En mi estancia en Quito, Ecuador, mientras esperaba la aprobación de mi visa profesional (que me permitiría tener cédula y ser aceptado en más lugares para trabajar), un día estando con unos amigos, creo que haciendo pizza, se nos ocurrió salir a vender algo de comida, postre o lo que supiéramos hacer el siguiente sábado, en el concurrido parque quiteño La Carolina.

En la conversación, un par decidió hacer marquesas, otros trufas de chocolate, otros chicha venezolana (la de arroz) y yo cup cakes o un vulgar ponquecito.

Me pareció que sería fácil hacerlos, ya una prima me había enseñado en alguna oportunidad de mi vida y, además, consideré que se venderían rápido.

Compré mi bandeja para hacer cup cakes, todos los ingredientes necesarios y el viernes en la noche me puse manos a la obra.

Hice mis cup cakes que, para ser los primeros que hacía sin ayuda de algún experto, me quedaron excelentes. Mi problema era hacer la crema que lleva arriba, de decoración y la que aporta el mayor dulce al postre.

Al otro día, el sábado, había quedado en encontrarme con mis amigos como a la 1:00 pm. Ese mis día, un poco más temprano me puse a hacer la mezcla de la crema, que aparentemente quedó bien, con buena consistencia.

Agarré mis cup cakes ya decorados y me fui a La Carolina. Fui el primero en llegar. Mientras esperaba a mis amigos, puse la mercancía en un banco, una mujer iba con unos niños que insistieron en comprar mis postres y vendí los primeros dos. De inmediato pensé, esto será fácil.

Llegaron mis amigos y comenzamos a vociferar la venta. Nada, ninguno, ni uno solo de mis cup cakes se vendían. Uno de mis compañeros logró vender una de sus marquesas.

Un amigo llegó con una chica conocida y señaló que irían a caminar por todo el parque a vender. Cada uno de nosotros les dio algo de mercancía, yo le di cuatro cup cakes (no abusaría de la confianza).

Continuamos nuestra venta, nos movimos a n concurrido pasillo del parque. Bailé, canté, grité, hice todo lo que estaba a mi alcance para vender y logré salir de dos ponquecitos más. La chicha, porque causaba curiosidad o porque pensaban que tenía licor, tuvo mejor venta. Las marquesas salió una que otra y las trufas, pues unas cuantas también.

La chica que andaba con mi amigo regresó y me comentó que había vendido todo. O sea que ya tenía ocho cup cakes vendidos. Fueron los únicos que vendí, de 30 que llevé. La crema comenzó a derretirse y mis postres ya no eran atractivos.

Se nos acabó el tiempo para vender, ya caía la noche. Decidimos volver al otro día para continuar la venta. El domingo fue peor, no vendimos nada, absolutamente nada. Nos sentamos, nos reímos, compartimos la mercancía y entendimos que la venta no es lo nuestro, somos malísimos para esto.

 
 
 

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